“No podemos enseñar valores, debemos vivir valores. No podemos dar un sentido a la vida de los demás. Lo que podemos brindarles en su camino por la vida es, más bien y únicamente, un ejemplo: el ejemplo de lo que somos”. En 1970 el psicoterapeuta austriaco Víctor Frankl, fundador de la logoterapia, afirmaba esto al hablar de la voluntad de sentido. Frankl consideraba a la voluntad de sentido como la forma de percepción que impregna a cada hombre y que, cuando se hace conciente, le permite encontrar un propósito para cumplir más allá de sí mismo, en el encuentro con otro. Ese propósito justifica y da significado a la existencia. Cada hombre, decía Frankl, debe encontrar el sentido de su vida porque solamente sobrevivir, insistía, no es el máximo valor.
Vivimos en una época y en una sociedad en las que, cada vez más, y en muchos aspectos, “solamente sobrevivir” parece haberse convertido en el único valor. Y no sólo en términos económicos, ser pobre no es único requisito para ser sobreviviente o para no ver otro horizonte que la supervivencia. La pregunta que urge responder en un mundo que se hunde cada día en un pronunciado, inquietante y trágico vacío existencial es la pregunta por los valores que dan sentido a nuestra vida, a la de cada uno en particular.
Pocas veces la palabra valores ha de haber sido pronunciada tantas veces como en estos últimos tiempos. Esto es motivado por tragedias cercanas, como la de Carmen de Patagones, en donde un adolescente se convierte en asesino serial matando a varios de sus compañeros de colegio, o la de Cromagnon, donde casi doscientas personas mueren en un salón de baile gracias a un cóctel siniestro que combinó la corrupción privada y oficial, la negligencia criminal de un jefe de gobierno y su gabinete y la irresponsabilidad sin excusas de un grupo de rock cegado por la fama y la ambición. Y también por tragedias con epicentro en otras regiones, como el genocidio, disfrazado de guerra santa, impulsado por el presidente del Imperio más grande del mundo y algunos secuaces menores (entre ellos el primer ministro de un ex imperio que perdió las uñas pero no las mañas), las irracionales matanzas del terrorismo fundamentalista, o las tragedias ecológicas que tienen colaboración humana.
Se habla de transmitir valores, de educar en valores, de preguntarnos por nuestros valores y por los que les dejamos a nuestros hijos. Quizá cada uno de nosotros, células del organismo social que integramos, debiéramos preguntarnos, a la manera de Frankl, cómo estamos viviendo aquellos valores que declamamos. Porque los valores son verbos antes que sustantivos. En un mundo donde basta una mentira mil veces repetida para invadir y destruir un país, en un mundo donde un candidato, ya convertido en presidente, puede admitir que mintió para ganar porque sino no lo hubieran votado, en un mundo donde las leyes sólo se invocan para que las cumplan los otros, en un mundo donde los derechos se reclaman pronto y las obligaciones se olvidan rápido, en un mundo donde cualquiera puede creerse dueño de Dios y, en consecuencia, matar a los “infieles”, en un mundo donde no tener es no ser, en un mundo donde consumir se percibe como sinónimo de vivir y se cree que la adrenalina es más importante que la sangre y por lo tanto hay que generarla todo el tiempo y de cualquier modo, ¿de qué hablamos al hablar de valores? ¿Qué decimos, más allá de palabras bellas, o fuertes, o asertivas, cuando proponemos valores?
En Calígula, la impresionante obra teatral de Albert Camus, cuando el emperador decide apoderarse de las herencias de todos los ciudadanos de Roma previa ejecución de los mismos, lo justifica de una manera clara y brutal: “Si el Tesoro tiene importancia, la vida humana no la tiene. La vida no vale nada, ya que el dinero lo es todo”. Resulta estremecedor observar el paisaje cotidiano de nuestra sociedad y los modelos que, cada vez más, prevalecen en las relaciones interpersonales, porque, sin distinción de clase, de nivel cultural o económico, pareciera que la idea de Calígula se impone con constancia, con prisa y sin pausa.
Vuelvo a Frankl. Él sostenía que era la conciencia el órgano que podría guiar al hombre en la búsqueda del sentido, que en ella reside la capacidad “de percibir totalidades de sentido en situaciones concretas de la vida”. Para ello debe estar despierta. En estos días sombríos es importante no seguir adormeciendo a la conciencia bajo torrentes de declamaciones. Esto no sólo vale para políticos, educadores, profesionales y funcionarios. También para cada uno, cada hombre, cada mujer, cada padre, cada madre, en su espacio más propio, íntimo y cotidiano. Si no, los trágicos gritos que quedan como eco de las tragedias no naturales en el mundo que habitamos no bastarán para interrumpir el festival de sinsentido y vacío en el que baila una sociedad que, dos mil años después, podría volver a tener a Calígula como líder y mentor. Si de veras creemos que vamos a enseñar valores, empecemos por vivirlos. Aquí y ahora.
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