Como indica el Gran diccionario de la Lengua Española, la “Calidad” es un conjunto de características y propiedades de una cosa, de una persona, o grupo de personas, que permiten definirla, calificarla y compararla con otras de su especie. Este concepto incluye, en consecuencia, el de medición del grado o estándar de excelencia de algo o de alguien, es decir, su posición en el rango de las buenas cualidades propias de su naturaleza (“buena” o “mala” calidad).
Los grandes especialistas del tema suelen destacar que ella está compuesta binomialmente por dos esencias, que deben converger: la calidad “funcional” (lo que es) -que los expertos japoneses denominan “miryoku teki hinshitsu”- y la calidad “emocional” (lo que parece ser), que los mismos llaman “atarimae hinshitsu”.
Pero… ¿Vale la pena hablar de calidad en este momento? ¿Qué puede tener que ver eso con nuestras vidas cotidianas? ¿Se trata acaso de algo demasiado sofisticado, irreal e inaplicable, en el contexto de fragor vertiginoso que vivimos todos los días en nuestra sociedad?
Si alguno desea responder, sugiero que comience a identificar su grado de satisfacción respecto a los productos que adquirió, a los servicios que contrató, a las instituciones con las que interactúa, voluntaria u obligatoriamente. También puede evaluar si lo satisface el grado de compromiso y responsabilidad general que lo rodea, la organización, el orden y, por supuesto, la proyección hacia el futuro.
Si el resultado es positivo, ¡Adelante! Si, por el contrario, es de signo negativo, tal vez sea útil reflexionar acerca de cuánto derecho tenemos a exigir y/o consumir calidad, sin producirla.
Dicen por allí que los argentinos tenemos la tendencia a autoflagelarnos, a pensar que todo está mal, y que por que así es, así será siempre. Quizás sea provechoso hacernos cargo de que el país es un espejo en el que estamos mostrando nuestra propia imagen, nuestro propio comportamiento. Después de todo, las cosas podrían cambiar, a condición de que cambiemos. “El que no aplique nuevos remedios debe esperar nuevos males, porque el tiempo es el máximo innovador”, sugería Francis Bacon en el siglo XVI.
Todos hablan de que la educación es la gran solución en nuestro país; pero, a la velocidad decisional, propensión para el cambio y capacidad de implementación que muestra la Argentina -sumado al campo de juego enlodado por el internismo y la feroz disputa ya casi estructural entre compatriotas- quizás pasemos siglos para ponernos de acuerdo en cómo reorganizar la educación.
“Tan corta como es la vida, aún la acortamos más por el insensato desperdicio del tiempo”, con pesar advertía Victor Hugo en el siglo XIX.
Mientras en el ring de los Titanes siguen las patadas voladoras y el cortito al mentón, los argentinos podríamos hacer un montón de cosas. Desde 1939 Ortega y Gasset nos sigue todavía pidiendo lo mismo: dejar de lado las cuestiones previas personales, las suspicacias, los narcisismos; liberar de una vez nuestras potencias espirituales, nuestra curiosidad, nuestra perspicacia, desbloqueando nuestra claridad mental.
Y es así como los habitantes de las otrora Provincias Unidas del Sur tenemos a la mano un utensilio más bien simple, que podríamos comenzar a emplear, inclusive desde mañana mismo, si la intención de evolucionar fuera, de verdad, una cuestión de Estado.
Se trata de una herramienta que no es ni de derecha ni de izquierda, que no está intoxicada de ninguno de los “ismos” que nos mantienen en esa suerte de mareo pendular que viene deprimiendo y enardeciendo, y volviendo a deprimir, y así sucesivamente, a nuestro país desde hace decenios.
Nos referimos a procedimientos, de estándares de funcionamiento y de medición del mismo, que responden a un común denominador mundial. Son normas de calidad universales, utilizables por cualquier hijo de vecino que las adopte y se entrene para implementarlas.
Imagine un plan nacional de calidad, de aplicación masiva. ¿Qué beneficios concretos tendría, para usted, para mí, para todos?
En primer lugar, el proceso mismo de acreditación de calidad tiene un efecto pedagógico; a través de él, se aprende a llevar adelante un comportamiento organizado, siguiendo una lógica más bien básica, según parámetros pre-establecidos de manera clara y pública.
En segundo lugar, el proceso de acreditación de calidad es organizativo; a través de él, se comienza a ser más responsables, cumplidores y eficientes, lo que conlleva una mejor utilización de los recursos y la obtención de mejores resultados, inclusive económicos.
En tercer lugar, el proceso de acreditación de calidad es comunicacional, tanto hacia el interior de la propia organización -sea ella una escuela, una empresa, una intendencia, un ministerio o un país- como hacia el exterior de la misma. De este modo, tanto sus integrantes como sus interlocutores externos, comienzan a tener otra percepción de dicha organización. Así se combinan las dos esencias: la calidad funcional (lo que es), y la emocional (lo que parece ser), sabiendo que ambas se retroalimentan, como está sucediendo en el caso del hermano Brasil.
Tal vez baste con reunir pequeños esfuerzos, que no queden dispersos por allí, sucumbiendo en la espera estéril de algún grandilocuente súper-hito que llegue de arriba para mejorar. Goethe decía, a fines del siglo XVIII, que “un gran sacrificio resulta fácil; los que resultan difíciles son los continuos pequeños sacrificios”. Aunque éstos requieran esfuerzo y cierta valentía, trabajar con criterios de calidad no implica ningún tipo de violencia ni sobresalto para poder evolucionar, sino, justamente, todo lo contrario.
¿Que todo esto suena muy lindo, pero imposible?
Es lo mismo que le deben haber dicho a Publio Siro, en el siglo I d.C, cuando decidió -desde su condición de esclavo en una lejana provincia romana- llegar a ser uno de los grandes poetas del Imperio. Su respuesta no tardó en llegar, tanto en los resultados como en sus palabras que, trascendiendo la Historia, nos enseñaron, literalmente, que: “nadie sabe de lo que es capaz, hasta que lo intenta”.
Por: Ricardo Vanella - Clase Ejecutiva TV
Los grandes especialistas del tema suelen destacar que ella está compuesta binomialmente por dos esencias, que deben converger: la calidad “funcional” (lo que es) -que los expertos japoneses denominan “miryoku teki hinshitsu”- y la calidad “emocional” (lo que parece ser), que los mismos llaman “atarimae hinshitsu”.
Pero… ¿Vale la pena hablar de calidad en este momento? ¿Qué puede tener que ver eso con nuestras vidas cotidianas? ¿Se trata acaso de algo demasiado sofisticado, irreal e inaplicable, en el contexto de fragor vertiginoso que vivimos todos los días en nuestra sociedad?
Si alguno desea responder, sugiero que comience a identificar su grado de satisfacción respecto a los productos que adquirió, a los servicios que contrató, a las instituciones con las que interactúa, voluntaria u obligatoriamente. También puede evaluar si lo satisface el grado de compromiso y responsabilidad general que lo rodea, la organización, el orden y, por supuesto, la proyección hacia el futuro.
Si el resultado es positivo, ¡Adelante! Si, por el contrario, es de signo negativo, tal vez sea útil reflexionar acerca de cuánto derecho tenemos a exigir y/o consumir calidad, sin producirla.
Dicen por allí que los argentinos tenemos la tendencia a autoflagelarnos, a pensar que todo está mal, y que por que así es, así será siempre. Quizás sea provechoso hacernos cargo de que el país es un espejo en el que estamos mostrando nuestra propia imagen, nuestro propio comportamiento. Después de todo, las cosas podrían cambiar, a condición de que cambiemos. “El que no aplique nuevos remedios debe esperar nuevos males, porque el tiempo es el máximo innovador”, sugería Francis Bacon en el siglo XVI.
Todos hablan de que la educación es la gran solución en nuestro país; pero, a la velocidad decisional, propensión para el cambio y capacidad de implementación que muestra la Argentina -sumado al campo de juego enlodado por el internismo y la feroz disputa ya casi estructural entre compatriotas- quizás pasemos siglos para ponernos de acuerdo en cómo reorganizar la educación.
“Tan corta como es la vida, aún la acortamos más por el insensato desperdicio del tiempo”, con pesar advertía Victor Hugo en el siglo XIX.
Mientras en el ring de los Titanes siguen las patadas voladoras y el cortito al mentón, los argentinos podríamos hacer un montón de cosas. Desde 1939 Ortega y Gasset nos sigue todavía pidiendo lo mismo: dejar de lado las cuestiones previas personales, las suspicacias, los narcisismos; liberar de una vez nuestras potencias espirituales, nuestra curiosidad, nuestra perspicacia, desbloqueando nuestra claridad mental.
Y es así como los habitantes de las otrora Provincias Unidas del Sur tenemos a la mano un utensilio más bien simple, que podríamos comenzar a emplear, inclusive desde mañana mismo, si la intención de evolucionar fuera, de verdad, una cuestión de Estado.
Se trata de una herramienta que no es ni de derecha ni de izquierda, que no está intoxicada de ninguno de los “ismos” que nos mantienen en esa suerte de mareo pendular que viene deprimiendo y enardeciendo, y volviendo a deprimir, y así sucesivamente, a nuestro país desde hace decenios.
Nos referimos a procedimientos, de estándares de funcionamiento y de medición del mismo, que responden a un común denominador mundial. Son normas de calidad universales, utilizables por cualquier hijo de vecino que las adopte y se entrene para implementarlas.
Imagine un plan nacional de calidad, de aplicación masiva. ¿Qué beneficios concretos tendría, para usted, para mí, para todos?
En primer lugar, el proceso mismo de acreditación de calidad tiene un efecto pedagógico; a través de él, se aprende a llevar adelante un comportamiento organizado, siguiendo una lógica más bien básica, según parámetros pre-establecidos de manera clara y pública.
En segundo lugar, el proceso de acreditación de calidad es organizativo; a través de él, se comienza a ser más responsables, cumplidores y eficientes, lo que conlleva una mejor utilización de los recursos y la obtención de mejores resultados, inclusive económicos.
En tercer lugar, el proceso de acreditación de calidad es comunicacional, tanto hacia el interior de la propia organización -sea ella una escuela, una empresa, una intendencia, un ministerio o un país- como hacia el exterior de la misma. De este modo, tanto sus integrantes como sus interlocutores externos, comienzan a tener otra percepción de dicha organización. Así se combinan las dos esencias: la calidad funcional (lo que es), y la emocional (lo que parece ser), sabiendo que ambas se retroalimentan, como está sucediendo en el caso del hermano Brasil.
Tal vez baste con reunir pequeños esfuerzos, que no queden dispersos por allí, sucumbiendo en la espera estéril de algún grandilocuente súper-hito que llegue de arriba para mejorar. Goethe decía, a fines del siglo XVIII, que “un gran sacrificio resulta fácil; los que resultan difíciles son los continuos pequeños sacrificios”. Aunque éstos requieran esfuerzo y cierta valentía, trabajar con criterios de calidad no implica ningún tipo de violencia ni sobresalto para poder evolucionar, sino, justamente, todo lo contrario.
¿Que todo esto suena muy lindo, pero imposible?
Es lo mismo que le deben haber dicho a Publio Siro, en el siglo I d.C, cuando decidió -desde su condición de esclavo en una lejana provincia romana- llegar a ser uno de los grandes poetas del Imperio. Su respuesta no tardó en llegar, tanto en los resultados como en sus palabras que, trascendiendo la Historia, nos enseñaron, literalmente, que: “nadie sabe de lo que es capaz, hasta que lo intenta”.
Por: Ricardo Vanella - Clase Ejecutiva TV
No hay comentarios:
Publicar un comentario